Me pregunto en ocasiones dónde habita el rencor, y no sólo donde habita sino cómo es ese lugar en el cual pareciera no haber espacio para nada más.
A lo largo de mi vida he conocido personas que no tienen habitaciones disponibles en su espacio vital para albergar un habitante tan sórdido y desvastador pero también he convivido con otras que parecen casas tomadas por él.
Un inquilino semejante barre con cualquier contrato, suele no respetar las reglas que creímos impuestas, abusa, invade, ocupa y finalmente toma por completo al cuerpo que lo aloja. Es muy difícil mantenerlo a raya, aquellas personas que dicen controlarlo o dominarlo no suelen mirarse mucho al espejo sino huirían de su propio reflejo.
El rencor es como la humedad, carcome los cimientos, corroe, destruye lentamente, se pronuncia de a poco como el orín de los metales o las grietas de las paredes.
He conocido rencores lívidos como la muerte, otros rojos como la rabia misma, otros solapados de colores pastel y otros que salen como huracán a arrancar todo vestigio de alegría y esperanza.
Quién o qué origina semejante inquilino, no lo sé, todo depende del locatario. Podría ser envidia, una traición, una mentira, un mejor puesto en el trabajo, la sensación del yo no puedo, el miedo oculto en otro traje, la impotencia, un enojo sin resolver, tantas emociones y ningún sentimiento.
La pregunta siguiente será cómo desalojarlo y la respuesta dependerá de cada propietario, no será fácil, o sí, la cuestión es elegir.
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